Montevideo 2013. Fotografía digital, Copyright Cecilia Casamajor, derechos reservados
(Muchacho africano sobre la acera, con el hambre mordiéndole los talones)
La maleta de baratijas le tiembla en las manos, mientras sostiene el tablero de lentes, brillantes cual ojos de moscardón.
No lo conozco de nada, pero respondí al instinto maternal primario de salvarlo de las fieras…
Manos de tierra, el mantero, rodeado de verdugos, no se resiste. Una mujer ruega por él y lo alaba; un viejo maldice la fuerza arbitraria de los uniformes. El joven intenta hablar y la garganta se le anuda, como una corbata inútil. Se sobrepone con dignidad para ofrecer excusas, por si ha ofendido a alguien. Sin saberlo, su voz ritualiza el sentido de su presencia y me llena el alma de ecos atávicos.
La clave reside en sus ojos temerosos, y en los documentos fotocopiados que guarda en el bolsillo sudoroso de la chaqueta. Refugiado, Senegal, veintitantos años.
Lo supe mientras tomaba su mano para ensayar palabras, en su idioma, con que descifrarle el kaos. Poco importa su familia, edad, escuela, tribu, adolescencia; no leí su nombre, ni podría recordarlo si lo hubiera hecho. Le presté el mío para que le abrieran la jaula y volara, un poco más lejos; no sé si a salvo.
En él vi al hijo muerto; uno de los marassá, perdidos en el laberinto de la ciudad lejana, al borde del Caribe. Lo volvería a abrigar mil veces, porque el fulgor de su sonrisa no se condice con esta ciudad de caras resentidas, con estos tiempos amarillos de vergüenza y xenofobia.
xenofobia.