ciudad amarilla

RSCN1999

Montevideo 2013. Fotografía digital, Copyright Cecilia Casamajor, derechos reservados

(Muchacho africano sobre la acera, con el hambre mordiéndole los talones)

La maleta de baratijas le tiembla en las manos, mientras sostiene el tablero de lentes, brillantes cual ojos de moscardón

No lo conozco de nada, pero respondí al instinto maternal primario de salvarlo de las fieras…

Manos de tierra, el mantero, rodeado de verdugos, no se resiste. Una mujer ruega por él y lo alaba; un viejo maldice la fuerza arbitraria de los uniformes. El joven intenta hablar y la garganta se le anuda, como una corbata inútil. Se sobrepone con dignidad para ofrecer excusas, por si ha ofendido a alguien. Sin saberlo, su voz ritualiza el sentido de su presencia y me llena el alma de ecos atávicos.

La clave reside en sus ojos temerosos, y en los documentos fotocopiados que guarda en el bolsillo sudoroso de la chaqueta. Refugiado, Senegal, veintitantos años.

Lo supe mientras tomaba su mano para ensayar palabras, en su idioma, con que descifrarle el kaos. Poco importa su familia, edad, escuela, tribu, adolescencia; no leí su nombre, ni podría recordarlo si lo hubiera hecho. Le presté el mío para que le abrieran la jaula y volara, un poco más lejos; no sé si a salvo.

En él vi al hijo muerto; uno de los marassá, perdidos en el laberinto de la ciudad lejana, al borde del Caribe. Lo volvería a abrigar mil veces, porque el fulgor de su sonrisa no se condice con esta ciudad de caras resentidas, con estos tiempos amarillos de vergüenza y xenofobia.

 

 

 

 

 

xenofobia.

mentes urbanas…

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Avizorando. Fotografía digital, 2016. Copyright Cecilia Casamajor, derechos reservados

(El paréntesis refleja un rompecabezas arduo que trato de organizar, aún a costa de los peces de la locura)

Me superan las instancias de desidia instaladas en las cabezas urbanas, su manera torpe de desgranar la vida en actos reflejos, como si no hubiese más que un sentido en este caminar a ciegas por la vida. 

Habitan alto. Cigüeñas mecánicas. Despegadas del suelo a costa de una desmesurada consagración al éxito material, permanecen absortas en sus chácharas bilingües y endogámicas. Y no es que desdeñe el panorama cenital que se aprecia desde sus altas chimeneas. Es que los ojos de esas aves no se dirigen al horizonte lejano anhelando gozo; los tuercen y los vuelcan sobre sí mismas; curvan sus columnas para reflejar sus gestos en pequeñas pantallas vidriadas que sostienen sus nerviosas extremidades.

gárgolas vitales

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Perra parida y su sombra. Fotografía digital, copyright 2015, Cecilia Casamajor, derechos reservados

(Evocar las gárgolas vitales en su fluir, transfiriendo de lo macro a lo micro, y viceversa) 

Papeles de muerte indican que me voy aproximando al circuito cerrado de teleadicción: meter el dedito en la tecla correcta y atenerse a las consecuencias. Una de los síntomas es haber perdido o borrado sin querer lo escrito ayer después del enorme esfuerzo sentipensante que me llevara, casi, a un «it» lispectoriano.

Me pasa con la máquina de coser. La aguja se va a quebrar, presiento, con la certeza de la inutilidad de mis actos ante ciertos objetos míticos. Una sola vez lo intenté y el temblor se hizo tan evidente que interrumpí el ensayo. La tela quedó abandonada en una gaveta y la máquina duerme a la espera de que la aborde con iniciativa más sólida. Lo mismo sucede con recuerdos que me remiten a cocinas de infancia nunca más restituidas o, peor aún, ya inexistentes. Sin embargo las evoco a través del aroma agrio de brazadas de marlos ardiendo bajo la olla con sopa, en el fogón de la casa mágica. Enredado entre las patas de robustos percherones, el olor despertaba el apetito como un relincho y corríamos a la cocina a recibir los manjares.

Había también un molino de agua que se desgreñaba en las tormentas. Era el momento de refugiarse en la casa, rogando que las chapas de zinc no volaran por los campos, decapitando incautos. El viento subía a las copas de los eucaliptus y meneaba las higueras hasta arrancarles los frutos. Abiertos y empapados, en el suelo eran mínimas vaginas doradas. Adentro velas, faroles, el calentador a kerosén y la dinámica de los juegos de mesa donde las abuelas golpeaban con los puños, exigiendo atención y respeto. Nada más pasaba, pero lo mínimo se iba registrando a fuego lento en el espíritu de la infancia.

Papá era allí feliz. De mi madre nunca supe qué la encendía en gozo. Tal vez el mar; su espíritu pisciano no se hacía evidente en las llanuras. Durante los atardeceres, con mi padre recorríamos el camino vecinal, espantando cuises y lechuzas de las vizcacheras. Por las mañanas lo hacíamos en fila india, arrastrando las alpargatas sobre la harina de tierra reseca. Papá cantaba «El jibarito va».  Décadas después supe que se llamaba «Lamento borincano». Nunca olvidé esa canción, ni imaginaba que la vida me llevaría a recorrer Borinquen, años después, durante mi larga estancia caribeña.